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domingo, 19 de abril de 2015

Huasipungo
Jorge Icaza (1934, 1960)

Don Alfonso Pereira, su esposa doña Blanca y la hija de éstos llegan a la hacienda de Cuchitambo por dos grandes motivos: económicos y sociales.  A causa de sus malos negocios y de las deudas en que ha incurrido, así como los préstamos que ha pedido, don Alfonso se encuentra en la miseria y debe aceptar la propuesta de su tío.  La misma supone cambios drásticos en el manejo del latifundio, que ahora pertenece, así como los huasipungueros a los inversores extranjeros.  La desgracia social que la bancarrota implica para los Pereira se ahonda: su hija, soltera, una niña de 17 años, está embarazada nada menos que de un cholo; un “cholo por los cuatro costados del alma y del cuerpo” (Icaza 67).
Los cambios que los inversores requieren en la hacienda tienen que ver con la tierra cultivable: para una mejor producción, es necesario desalojar a los huasipungueros y reubicarlos en un área no sólo normalmente castigada por la naturaleza, sino también factible de ser arrasada por la creciente.  A la vez que debían reubicar sus chozas, los huasipungueros debían arar y cultivar las laderas, hasta ese momento auténticos pedregales.  En estas operaciones, Andrés Chiliquinga sufre un accidente que lo deja rengo, y, al decir de don Alfonso, un indio rengo vale menos.  Los indios son, efectivamente, desalojados por la fuerza, y sus huasipungos corren la suerte (im)prevista: son arrasados por la creciente.

A pesar de los reiterados pedidos de socorro ante el patrón y su esposa, y el mayordomo, sus reclamos no son atendidos.  Ni siquiera el sacerdote se conduele de los indios, sino que por el contrario, los regaña por su ingratitud hacia el patrón y sí mismo, auténticos representantes de Dios —según dice— ante los indios.  El sacerdote les reclama la pereza y falta de caridad cristiana: en lugar de ir a pedir socorro a la iglesia por haber perdido todas sus posesiones, deberían dar dádivas y hacer misas en agradecimiento a la bondad que los patrones y el sacerdote les demuestran.  La situación de los huasipungueros se torna desesperante: sin techo ni comida, sin socorro alguno por parte del patrón o el sacerdote, llega la orden de (un segundo) desalojo.  A esto le siguen más reclamos aún que obtienen, como única respuesta, latigazos.  Los colonos, liderados por Chiliquinga entre otros, se levantan y atacan la hacienda.  Don Alfonso pide socorro a su tío, quien desde la ciudad envía a las fuerzas armadas para reprimir a los indefensos colonos.  Los pocos que sobreviven a la masacre, sufren las duras represalias de los patrones y el mayordomo.

Es necesario señalar la crudeza de la novela.  Esto se hace evidente en las diversas descripciones de las condiciones de vida tanto de adultos como de niños —Icaza describe vívidamente a los bebés indígenas y el enfajamiento, señalando que de esa manera permanecen todo el día, en medio de sus propias heces—, las condiciones de trabajo, las relaciones familiares y el carácter transitivo del abuso y la violencia, el hambre, las violaciones a los derechos y a la persona misma, etc.  Imágenes como la violación/abuso de la pulpera y las indias, la hambruna que ciega al punto de comer carne podrida, el trato abusivo del cura y el suministro de los ritos pura y exclusivamente pago previo, son algunas de las escenas en las cuales Icaza se detiene extensamente, ya sea a través de la narración o del diálogo.  El narrador observa, testifica.  Aun cuando parecería un observador imparcial, su mirada misma expresa el juicio —del narrador, de Icaza, entre otros— ante una situación insostenible.

EL ALMA EN LOS LABIOS

 Medardo Ángel Silva.




  Cuando de nuestro amor la llama apasionada
dentro tu pecho amante contemple ya extinguida,
ya que solo por ti la vida me es amada,
el día en que me faltes, me arrancaré la vida.
Porque mi pensamiento, lleno de este cariño,
que en una hora feliz me hiciera esclavo tuyo.
Lejos de tus pupilas es triste como un niño
que se duerme, soñando en tu acento de arrullo.


Para envolverte en besos quisiera ser el viento
y quisiera ser todo lo que tu mano toca;
ser tu sonrisa, ser hasta tu mismo aliento
para poder estar más cerca de tu boca.

Vivo de tu palabra y eternamente espero
llamarte mía como quien espera un tesoro.
lejos de ti comprendo lo mucho que te quiero
y, besando tus cartas, ingenuamente lloro.

Perdona que no tenga palabras con que pueda
decirte la inefable pasión que me devora;
para expresar mi amor solamente me queda
rasgarme el pecho, Amada, y en tus manos de seda
¡dejar mi palpitante corazón que te adora!







Poema Quejas 



Dolores Veintimilla de 


Galindo



¡Y amarle pude! Al sol de la existencia
se abría apenas soñadora el alma…
Perdió mi pobre corazón su calma
desde el fatal instante en que le hallé.
Sus palabras sonaron en mi oído
como música blanda y deliciosa;
subió a mi rostro el tinte de la rosa;
como la hoja en el árbol vacilé.

Su imagen en el sueño me acosaba
siempre halagüeña, siempre enamorada;
mil veces sorprendiste, madre amada,
en mi boca un suspiro abrasador;
y era él quien lo arrancaba de mi pecho;
él, la fascinación de mis sentidos;
él, ideal de mis sueños más queridos;
él, mi primero, mi ferviente amor.

Sin él, para mí el campo placentero
en vez de flores me obsequiaba abrojos;
sin él eran sombríos a mis ojos
del sol los rayos en el mes de abril.
Vivía de su vida apasionada;
era el centro de mi alma el amor suyo;
era mi aspiración, era mi orgullo…
¿Por qué tan presto me olvidaba el vil?

No es mío ya su amor, que a otra prefiere.
Sus caricias son frías como el hielo;
es mentira su fe, finge desvelo…
Mas no me engañará con su ficción…
¡Y amarle pude, delirante, loca!
¡No, mi altivez no sufre su maltrato!
Y si a olvidar no alcanzas al ingrato,
¡te arrancaré del pecho, corazón!